No tiene sentido, en cambio, donde impera el populismo, que por su naturaleza pretende monopolizar el espacio de la legitimidad política y, por tanto, absorbe en su interior las funciones que suelen desempeñar la derecha y la izquierda: en esos casos, no casualmente, suelen chocar un frente populista y uno antipopulista.
Que así sea, de todos modos, lo demuestran los hechos: si la izquierda enfatiza el igualitarismo, no se ve cómo se pueda argumentar, con los datos en la mano, que los países gobernados por la “izquierda” en la última década sean más igualitarios de los países gobernados por la “derecha”. La verdad es que la pobreza se redujo en Bolivia como en Colombia, en Ecuador como en Peru, en Brasil como en México. Y lo mismo pasa con la desigualdad, que se ha reducido en todas partes, aunque mucho menos de lo que era de esperar.
En fin: no se ve ninguna relación directa y empírica entre una mayor equidad y el color ideológico del gobierno de turno. En todo caso, cabe señalar que, ahora que el ciclo económico favorable ha quedado atrás, las economías abiertas de la Alianza del Pacífico están demostrando, en general, ser más robustas y dinámicas que las nacionalistas y autárquicas de los países que bordean el Atlántico. Entonces, para entender el nuevo clima que según algunos indicios parecería abrirse paso en América Latina, mejor es utilizar como parámetro la naturaleza de los regímenes políticos. Al hacerlo, se verá que el amplio apoyo de que han disfrutado hasta ahora los regímenes populistas se está desinflando y que está creciendo la demanda de democracias normales, sin adjetivos.
Para empezar, ¿cuáles son las indicios del nuevo clima? El primero es el ocaso del kirchnerismo: cualquiera sea el resultado del balotaje, pocos imaginaban que su ciclo no se cerraría con un paseo triunfal sobre una red carpet, y se parecería en cambio a un via crucis. Via crucis cuya siguiente estación, para los populistas, podría ser aún más dolorosa cuando en diciembre los venezolanos vayan a votar: todas las encuestas dan al chavismo en sus mínimos históricos y al haber sido el chavismo el motor de la propuesta populista en toda la región, su débâcle electoral sonaría como una sentencia de muerte.
Más firmes en su posición de dominio absoluto están Rafael Correa y Evo Morales, con sus indudables peculiaridades. Pero las recientes elecciones a nivel local les han enviado señales preocupantes: cuando el candidato no es el líder carismático, su partido sale muy maltrecho. Ahora Morales planea perpetuarse en el poder mediante la modificación de la Constitución. Es un déjà vu patético. Atención al efecto boomerang. Sobre todos estos gobiernos ha gravitado siempre, como padre tolerante y cómplice, el de Brasilia. Pero la salud del PT está ya muy gastada y el ciclo inaugurado por Lula en 2002 corre un serio riesgo de agotarse, dejando muchos huérfanos políticos a sus alrededores.
Se dirá que otros líderes no disfrutan de mejor salud, que Michelle Bachelet vuela de crisis en crisis, que la popularidad de Ollanta Humala está por el piso, que Juan Manuel Santos se juega todo en la mesa del proceso de paz. Todo esto es cierto. Pero ninguno de ellos gobierna en nombre de una supuesta revolución: en esos países se cuestiona la calidad del gobierno, no la naturaleza del régimen político. Donde gobierna el populismo es al revés. En fin, son indicios, nada más que indicios. Pero hasta hace un tiempito atrás, esos indicios no existían.
Dicho esto, ¿qué es lo que distingue el populismo de un régimen democrático normal? Después de todo, excepto en Cuba, elecciones competitivas se celebran hoy en toda América Latina y todas las constituciones protegen los derechos individuales, la separación de poderes, el imperio de la ley. Por lo menos en palabras. ¿Donde está el problema? Dejemos que lo explique Nicolás Maduro: “no entregaría la Revolución”, dijo asumiendo la posibilidad de una derrota electoral. Y luego explicó: “pasaria a gobernar con el pueblo en unión cívico militar”. Traducido: si los electores no me votan ejerceré el poder con mi gente; las normas sólo se aplican si gano. Brutal pero claro.
Hay Pueblo y pueblo para los populistas, que, en su núcleo esencial, se reducen a esto: la creencia de que su Pueblo, por mucho o poco que sea, es moralmente superior a los demás pueblos, pues es la encarnación de ideales más elevados que las mismas instituciones democráticas, Justicia, Solidaridad, Igualdad, Identidad Nacional y así sucesivamente. Es en el nombre de ese Pueblo imaginario, mítico, que el populismo pretende la unanimidad; y que se niega a ver en la victoria de sus adversarios un hecho fisiológico de la democracia. De ahí que la crisis del populismo desestabiliza el régimen político, donde no habría otra cosa que una normal alternancia en el gobierno.
¿Cómo fue que unos gobiernos que tenían el viento en sus velas y las cajas repletas de dinero, como los de Chávez y los de los Kirchner, terminaron en una situación tan desesperada? ¿Por qué hoy sufren derrotas y amenazan con arrastrar pueblos enteros a peligrosas polarizaciones ideológicas? Las razones abundan: mala gestión, arbitrariedad, corrupción, recesión. Pero hay algunas más profundas que otras y del todo nuevas. La primera es que los populismos de hoy son híbridos: tienen el mismo impulso totalitario de sus antepasados, pero no pueden, como hacían aquellos, acabar con cualquier oponente. Los populismos de hoy viven, aunque incómodos, en la democracia, lo que les obliga a tolerar más pluralismo del que quisieran, hasta tener que competir y correr el riesgo de la derrota. Y no sólo eso, sino que, mientras en el pasado el ciclo populista era a menudo interrumpido por la intervención de las fuerzas armadas, que potenciaban así el mito de los populistas como custodios de la soberanía del pueblo, ahora ese riesgo ya no existe. Por suerte. El populismo puede así completar su ciclo y exhibir sin más excusas los frutos de su gobierno, en general nada atractivos. Si hubo un tiempo en que, al ser derrocado, el populismo dejaba flotando el sueño de una esperanza reprimida, ahora deja ropa sucia y platos rotos a la vista de todos.
Una segunda razón, no menos importante, ayuda a explicar por qué los populismos corren hoy el riesgo de convertirse en huérfanos del pueblo en cuyo nombre actúan. Se la podría llamar “la gran ilusión” de los populismos. Su pretensión de ejercer el monopolio del poder mediante la invocación de un pueblo mítico, homogéneo e indiferenciado, choca contra la realidad, que nos muestra cómo los países de la región se vuelven cada día más hetérogeneos y plurales. El fuerte crecimiento de la última década, en particular, ha acelerado en toda América Latina el avance de unas clases medias más independientes, exigentes, secularizadas e instruídas. A sus ojos, la típica mezcla populista de caudillismo, amiguismo, monólogos en cadena, demagogia barata aparece cada vez más primitiva. Son fenómenos que evocan más el pasado hispánico que una sociedad moderna, justa y eficiente. Se puede intentar justificar el nombramiento de la hija de un ministro a la presidencia de un banco pescando en la retórica progresista, pero al final todo el mundo entiende que está frente a un caso del más desvergonzado nepotismo. No por esto, claro está, los populismos tienen sus días contados: fueron, son y seguirán siendo una poderosa alternativa a la democracia liberal. A la cual, sin embargo, se ofrece ahora una nueva oportunidad. ¿Sabrá aprovecharla mejor que en el pasado? Esto es ya otro tema.
Fonte: Cipol/Centro de Investigaciones Políticas (La Nación/Argentina).
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